Antonio Fernández Ram
SAN JOY - PUEBLO ABANDONADO - BLANCA
Dos familias empiezan de cero en esta aldea abandonada de la Sierra de la Pila que ha revivido gracias al trabajo de jóvenes desencantados con el sistema: «Aquí somos libres». En una de las casas derruidas fue detenido hace días un hombre acusado de abusar de sus propias hijas; «no nos fiábamos de él»
DANIEL VIDALMurciaMiércoles, 9 diciembre 2015, 11:19 En San Joy no hay leyes ni ayuntamiento, lo que quiere decir que tampoco hay secretarios municipales, ni asesores, ni interventores, ni concejales, ni alcalde de partido político alguno. En San Joy no hay torre del reloj que dé las horas, ni campanario, ni iglesia, ni juzgados, ni escuela. No hay curas que den sermones, jueces que dicten sentencias o maestros que impartan lecciones. Por no haber, no hay ni bar donde sentar cátedra, y el sargento de la Guardia Civil se deja caer por aquí de higos a brevas. Los que portan el bastón de mando en este pueblo son Ernesto y Leo, dos críos que todavía no han cumplido los dos años y que son los habitantes más jóvenes de esta diminuta aldea enclavada en la cara sur de la Sierra de la Pila, en Blanca, abandonada hace medio siglo por sus moradores originales, agricultores y ganaderos absorbidos por la lenta agonía del medio rural. Ahora, el único modo de gobierno de San Joy es la 'tiranía' de los niños. En torno a su felicidad gira el día a día en este pueblecito jalonado por pinos, olivos, higueras y unos almendros lánguidos, desnudos, desprovistos del manto blanco de la primavera. Todo lo contrario que el nuevo San Joy, que a las puertas del invierno sigue echando raíces y exhibiendo las flores que han brotado en estos últimos cuatro años de resurrección, en los que un grupo de jóvenes se ha propuesto devolver la vida a la aldea bajo un sistema de autogestión sostenible, en plan anacoreta y con unas gotas de buen rollito. Aunque en este tiempo también ha crecido dentro de esta comunidad alguna que otra mala hierba. Entre ellas, el hombre de 42 años acusado de malos tratos y de abusos sexuales a sus propias hijas durante ocho años, al que la Policía Nacional detuvo hace unos días en una de las casas semiderruidas cercanas al pueblo. Llevaba dos años en paradero desconocido, reclamado por varios juzgados, alimentándose de lo que le proporcionaba la naturaleza y viviendo en la montaña. «Apareció un día de la nada; no sabíamos quién era. ¡Quería coger a mi hijo a veces, pero yo no le dejaba! No nos fiábamos de él», hace gala de su instinto la madre de Ernesto, María, de 28 años y natural de Alcantarilla.
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María forma junto a Jorge, su novio, de 38 años, del barrio de El Carmen, en Murcia, la pareja más veterana del lugar. Llevan aquí cuatro años, con sus días y sus noches, sus veranos y sus inviernos, y son los únicos 'supervivientes' de la batalla campal que acabó con el grupo inicial de unas diez personas que se implicó desde el principio con el proyecto del 'Pueblo Revolucionario de San Joy'. Una sociedad utópica nacida del 15M en la que todo parecía ser idílico. «Un proyecto comunitario, horizontal y asambleario», como define una antigua habitante de San Joy que en su día salió de aquí por piernas. «Un lugar distinto con el que mostrar nuestro rechazo a una sociedad individual y capitalista, con valores más humanos, trabajando en comunidad y teniendo una vida autosuficiente». En esos estatutos iniciales que los primeros habitantes del nuevo San Joy redactaron de su puño y letra no se hacía mención a la 'no violencia'. Nadie recordó que el hombre es un lobo para el hombre. Y el sueño inicial, más propio de Tomás Moro, acabó hace solo unos meses a guantazo limpio entre aquel grupo de amigos, con denuncias de por medio y con un juicio aún por celebrar. «Hoy en San Joy hay candados donde había puertas abiertas, hay piedras donde había asambleas, hay una caravana en la era, se usa el ladrillo para construir...», relatan en un comunicado siete de los jóvenes que abandonaron el proyecto tras la trifulca -entre los que se encuentra la actriz murciana Pepa Robles-, y que aseguran que ahora son recibidos con «insultos, amenazas y piedras». La bienvenida a 'La Verdad' no tiene nada que ver. A mediodía, cuando el sol está en lo más alto, Jorge se deja el lomo junto a Mané y Carmelo (el vecino de más edad, que ya peina canas) en la rehabilitación de una antigua cuadra que será parte de la casa en la que vivirá el propio Mané con su mujer y su hijo, Leo. Son los nuevos. «Aquí, cimentando», describe el propio Jorge sin dejar de darle a la pala y al hormigón. Hay mucho tajo por delante aunque, en realidad, aquí el trabajo se hace cuando a uno le da la gana. «Si me levanto por la mañana y no me apetece ponerme a levantar el muro, pues me bajo al huerto. Y si no, a otra cosa. Y ya haré luego lo que no me apetecía por la mañana. O viceversa. Es lo bueno de no tener horarios», alardea. Efectivamente, en las muñecas de Jorge y María no hay ni sombra de relojes de pulsera. -Hora... ¿tienen? -No, aquí no hace falta. Nos guiamos por el sol... y por Ernesto. Si tiene hambre o si tiene sueño. Sí, la 'tiranía' de los enanos. Móviles 3G Lo que sí tienen a mano los ocho habitantes de San Joy (seis adultos y dos niños), además de televisión, son móviles con cobertura 3G que no miran durante días y hasta internet; es el mundo infinito de posibilidades que les ofrece la naturaleza. El agua que ellos mismos han hecho manar de las minas cercanas es la base para la actividad agrícola que va 'okupando' terrazas en las laderas. Sin prisa pero sin pausa. Jorge enseña su huerto, que en esta época engorda patatas, coliflores, guisantes, habas, acelgas, puerros y cebollas, cuyas hojas reutiliza María -junto a pan mojado, cáscaras y otros desperdicios orgánicos- como alimento para los animales: un gallo -sin nombre- y cuatro gallinas que proporcionan unos huevos camperos «maravillosos», describe la muchacha. Antes también había un burro, varias cabras y hasta una cerda vietnamita, 'Lucía', que pasó a mejor vida en los estómagos de los sanjoyanos. Al que más se echa de menos es al pollino, que se fue con el viento viciado de la gresca. «Aquí hace falta un burro», se lamenta Jorge. -¿Y qué más cosas hacen falta? -Hay que hacer un nuevo estatuto, aunque de momento vamos funcionando con acuerdos puntuales. Hace falta soltarse las cadenas. Ganas de cambiar. No querer para los demás lo que no quieres para ti. Aquí somos libres, pero hay que saber que la libertad cuesta trabajo cada día. Bien lo sabe esta pareja, que solo cobra una ayuda de 400 euros, gracias a María, pero que se agotará en enero. Jorge llevaba tres años en el paro cuando sintió la necesidad de empezar una nueva vida. Ahora, la idea es obtener ingresos con la venta de los objetos artesanales que fabrica ella, una manitas encantadora, y de los (muchísimos) productos que proporciona la tierra de San Joy. De momento, los 600 kilos de aceitunas de la última recolección han dado para llenar varias garrafas de aceite (ecológico, claro) que se vende a cinco euros el litro. Las casas cuentan con hornos morunos, que permiten cocer pan. Y también tienen intención de hacer vino. María y Jorge cultivan hasta tabaco, aunque es para consumo personal. El mismo destino que tiene el par de «maticas» de marihuana que plantan en temporada. «Me basta con tener para fumar todo el año, no quiero vender. Y eso ya lo sabe el sargento de la Guardia Civil», aclara Jorge mientras se lía un cigarrillo casero en la terraza de su casa, que hace unos años era solo un muro pero que hoy es un hogar en toda regla en el que antaño vivían una viuda y sus cinco hijos. «Vinieron a reclamar. Al final solo nos pidieron que lo cuidáramos». La cocina de butano, la estufa de leña, las vigas en el techo, las paredes, el cuarto de baño -con ducha- y hasta la habitación del nene, con su cuna y su buhardilla, dan fe de ello. Flores por medicinas El paseo por San Joy, flanqueado por lentisco y coscoja, enebro y sabina, jara, tomillo y romero, y acompañado por el vuelo rasante de algún halcón peregrino, revela algunas carencias. El hospital más cercano está lejos y aquí ni siquiera tienen medicinas. María no quiere. Ni un triste ibuprofeno. «Nos valemos de las flores», ilustra: «Malva para la relajación, caléndula para la piel...». Salvo cuando el crío tiene fiebre alta, claro, y hay que dejarse de experimentos, coger el coche y tirar a Urgencias, a no menos de 20 minutos. Es una de las contadas ocasiones en las que hay que bajar «allí, a lo lejos, a la civilización», otea el horizonte Jorge. A veces también se hace necesario porque hay que hacer compras «imprescindibles». La última, por ejemplo, una motosierra de 200 euros que los nuevos aldeanos pusieron a escote. Eso sí, «cuando bajamos, estamos deseando subir. Las prisas, el estrés, ¡el ruido!... nos agobian», explica la pareja. Algo así como si Cocodrilo Dundee llegara por primera vez a Nueva York. María se confiesa «encantada» de recibir visitas y reconoce echar de menos «el contacto con la gente... y algún que otro concierto», aunque la guitarra quita el 'mono' por las noches. La pareja se muestra convencida de su modo de vida mientras traga una buena bocanada de aire puro y una risotada feliz de Ernesto, que juega en el columpio que le ha hecho su padre -carpintero- gracias a la gruesa rama de un olivo centenario. Una ecuación similar a la que seguirán las familias de San Joy con la educación de sus hijos. Mucha maña, y montaña a cascoporro. Su novia, que estudió Magisterio, enseñará a su hijo en base a «sus curiosidades, formando no solo en cultura general, sino también en valores humanos, artesanía, agricultura, conocimiento personal y natural... Una manera diferente de educar, creando alternativas al sistema», explican. «Yo no soy antisistema. En todo caso, anarquista», matiza Jorge, que no votará en las elecciones del 20D.


















